“Abre la boca e inunda tu recinto de suspiros tenues, con ahogos desbordados por tus labios. Abre los ojos y atraviesa la habitación con miradas múltiples, hasta completar una maraña de miradas dislocadas y entrecosidas en un gran manto de haces. Despide el grito guardado, el más profundo; destiérralo de tu pecho al instante. Y al final, cúbrelo todo con tu cuerpo, con la vestimenta de tu piel, con tus cabellos suaves e insinuantes, con tu aroma a canela molida, con tu sudor y tu cansancio”
Hela ahí, parada frente a mí, con los brazos extendidos a cada lado; con las palabras agotadas escurriendo por su boca, por sus mejillas y cayendo al piso como la miel. Examino cada detalle, desde su aura hasta sus uñas y me alegro. Me emociono tanto que las palabras tropiezan con los pensamientos y debaten en mi mente. El corazón salta; saltamontes de mi pecho que se estruja en cada exhalación y se hincha a reventar en cada suspiro. Clavo, certeramente, mis ojos en los de ella y hago una incisión que abre su pecho y muestra su alma, esparciéndola por toda la habitación mientras ella sigue de pie frente a mí.
Él repetía incansablemente los versos de una misma copla. Se complacía en recitarlos, una y otra vez, sin descanso; sobretodo haciendo énfasis al final de cada verso. Era lo mismo siempre que me paraba frente a él: mi ropa caía a causa de los versos. Esas palabras musicales y melódicas se iban acercando lentamente y subían por mi falda, desabotonando el corsé, el corpiño y la blusa. Sentía cómo las más ligeras caían desde arriba y se escurrían por mis senos. Ya sin ropa ni prendas, las palabras -saciadas de mi piel y mi carne- volvían con su dueño; regresaban a su boca y él las tragaba de nuevo. Se daba media vuelta y gritando, sacudía su cabeza con todo su cuerpo. Sacudía sus párpados y sus vellos. Lo sacudía todo, hasta los intestinos. Y al cabo de dos lunas, volvía su cuerpo hacia mí, brincándome encima, hinchándome con la extensión de su cuerpo y haciéndome gemir por horas.
Ella nunca decía nada, bastaba con decirle “ven” y ella venía. Así era todo, las palabras mutilaban las manos mientras yo recitaba algunos versos gauchos. Entonces ella entendió que al final de cada rima, de cada verso, no había más remedio que desprenderse de su ropa, de sus prendas; eso fue lo que siempre hizo. Se volvió una costumbre desnudarla con Martín Fierro, con leyendas de horcones y, a veces, tangos empapelados de versos. Nunca funcionó con Neruda ni con Garcilazo. Con Borges, sólo con un cuento. En verdad no entendía si en definitiva era el autor o la tendencia: con los costumbristas se desvestía rápidamente, con gran desespero pero, en cambio, con los impresionistas no lo hacía con esmero, más bien se quejaba dejando ver ademanes con su cuerpo. Algunas veces yo no entendía este dilema y creía que si no gritaba para desahogarme, mi cabeza reventaría; me daba la vuelta y gritaba de espaldas a ella, para no ofenderla. Ya recuperado, volvía hacia ella, me quitaba la ropa y le hacía el amor durante dos noches enteras. Dormíamos durante el día sin alimentarnos y al caer la tarde, me traía agua fresca, pan y mucho queso. Cuando Orión aparecía sobre la abertura del techo, entonces yo empezaba a recitar el texto del día, al son de las prendas que ella despojaba de su cuerpo.
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